Comienzo a tomar conciencia como mujer, de todo el tiempo y energía que le dedico a mi cuerpo, de lo mucho que me cuido, del arsenal de cremas que poseo y que rigurosamente uso, de lo estricta que soy en cuanto a la fecha de visita a mi ginecólogo y a todos los chequeos inherentes a mi condición femenina, que no por ser necesarios son menos incómodos y molestos.
En todos estos controles de rutina, mantenimiento y belleza para conmigo misma, existe un punto en el que odio cada situación a la que me someto. La mano invasora, como así también cualquier otro elemento ajeno a mí, me son insoportables.
Me da miedo. Mucho. Un miedo parecido al que me provoca esa voz extraña que gentilmente me pide que me saque la bombacha, que me ponga la bata que está ahí colgada y que me acueste. Me acuesto, apoyo mis pies en un par de estribos, abro mis piernas bien abiertas. Siempre quedo lejos y me pide que acerque mi cola al borde, además me pongo tensa, y duele, me molesta todo, hasta su voz; intento relajarme, tengo que conseguirlo para que no duela e irme de ese lugar lo antes posible, recuperar mi bombacha y recuperarme.
Una vez en la calle me siento nuevamente yo, libre y dueña de mi misma.
El miedo vuelve, inexorablemente.
Porque así es como me siento, sometida. Poniendo mi cuerpo y exponiendo cada milímetro de mi piel, en manos de profesionales, en donde el proceso al que voluntariamente me entrego, me resulta ingrato, irritante e interminable, despertando asimismo sentimientos ambivalentes donde pareciera que belleza y flagelo fuesen cara y seca de una misma moneda.
Traspaso la puerta de la peluquería y veo mi imagen con un nuevo “look” reflejada en las vidrieras, “...y serás una reina”, tal como me dice mi coiffeur cuando su obra está casi terminada.
Liliana Sánchez, 2003
…And You’ll be A Queen
As a woman, I am conscious of all the time and energy I devote to my body, of how much I look after myself, of the stock of creams I have and use on a rigorous basis, of how strict I am regarding my visits to the gynecologist and all the medical check-ups I undergo, inherent to my feminine condition –as uncomfortable and bothersome as they are necessary.
During all these routine check-ups, maintenance and beauty controls, there is a point in which I hate every situation I place myself into. I find that the invasive hand, as well as any other alien element, is absolutely unbearable.
I am scared. Very scared. A similar fear to the one caused by that strange voice that gently asks me to take off my panties, to get into the white gown hanging there and to lie down. I obey: I put my feet on the stirrups and open my legs wide apart. I’m always too far up and the doctor asks me to slide my buttocks to the edge of the stretcher. I get tense and it hurts.
Everything bothers me, even his voice. I do my best to relax, and I must, so it will hurt less and I’ll be able to leave as soon as possible, recover my panties and pull myself together.
Once in the street, I feel myself again, free, and the owner of my life.
Fear returns, inexorably.
Because this is how I feel: subdued, as I put down my body and expose every inch of my skin to the hands of doctors, to a process I voluntarily surrender, though I find it unrewarding, irritating and never-ending. At the same time it arouses ambivalent feelings where beauty and punishment look like the two sides of the same coin.
As I go through the door of the hair salon I watch my new look, reflected on the mirrors. “… and you’ll be a queen,” says my hairdresser when his work is almost finished.
Liliana Sánchez, 2003
Traducido al Inglés por Alex Ferrara